Domésticas, a secas. Género femenino clave en el espectro, al que se le debe tantas veces el inicio y el desahogo. Ese que nos brinda el reposo necesario. Que está ahí, a la espera, sin exigir. Siempre agradecido y barato. Y si alguna vez te toca una venérea leve, a la farmacia. Una buena purga y aquí ha pasado nada.
Debo aceptar, no sin dolor, claro, que los hay que en esos casos las increpan, las insultan, hasta las abofetean. Esos desgraciados no comprenden su noble función. Estas señoritas se toman la ONDA con un pañuelito lleno de bombachas gastadas y boconas atado a un palo, y arremeten tímidas contra la ciudad, esperando fervientemente no terminar en una esquina con las piernas al aire, cagadas de frío. No sólo ellas. También lo esperan sus madres, y, eventualmente, sus padres, si es que no se las han cogido. E incluso, alguna vez, por qué no, si se las han cogido esperan igualmente de corazón que no vuelva a suceder. Todos envejecemos y nos ennoblecemos día a día, segundo a segundo (peensááá), preparándonos para el pasaporte a la dignidad, al reconocimiento generalizado que es el morir. Y ésos, ésos que por una simple ladilla castigan y vejan a su doméstica o la de su madre o su hermana o su vecina o su vecino (haya o no sido ella, además), ésos son también los que creen que no tienen padres, que vienen de los repollos. Y que, si por casualidad los tienen, sus padres no sufren el transcurso del tiempo, y por tanto estarán siempre esperándolas con la boca abierta, la cara y la única y blanca camisa humedecidas de la baba que se filtra por los huecos de los dientes ausentes. Blanca (la camisa, digo) para que no se note (o al menos se note menos) la saliva abundante y hedionda e inmunda e inmoral: porque saben, vaya si saben, que su morboso incesto se hace evidente en el barniz de fluidos bucales.
Debo aceptar, no sin dolor, claro, que los hay que en esos casos las increpan, las insultan, hasta las abofetean. Esos desgraciados no comprenden su noble función. Estas señoritas se toman la ONDA con un pañuelito lleno de bombachas gastadas y boconas atado a un palo, y arremeten tímidas contra la ciudad, esperando fervientemente no terminar en una esquina con las piernas al aire, cagadas de frío. No sólo ellas. También lo esperan sus madres, y, eventualmente, sus padres, si es que no se las han cogido. E incluso, alguna vez, por qué no, si se las han cogido esperan igualmente de corazón que no vuelva a suceder. Todos envejecemos y nos ennoblecemos día a día, segundo a segundo (peensááá), preparándonos para el pasaporte a la dignidad, al reconocimiento generalizado que es el morir. Y ésos, ésos que por una simple ladilla castigan y vejan a su doméstica o la de su madre o su hermana o su vecina o su vecino (haya o no sido ella, además), ésos son también los que creen que no tienen padres, que vienen de los repollos. Y que, si por casualidad los tienen, sus padres no sufren el transcurso del tiempo, y por tanto estarán siempre esperándolas con la boca abierta, la cara y la única y blanca camisa humedecidas de la baba que se filtra por los huecos de los dientes ausentes. Blanca (la camisa, digo) para que no se note (o al menos se note menos) la saliva abundante y hedionda e inmunda e inmoral: porque saben, vaya si saben, que su morboso incesto se hace evidente en el barniz de fluidos bucales.
Los señoritos (que ya no son jovencitos) deberían estar agradecidos. Deberían acceder a pagar un par de pizzas a estas desafortunadas doncellas, en vez de agarrarlas a patadas a la menor picazón. No hablo de cenas, no me permito siquiera sugerir chivitos. Un par de pizzas, loco, en el Marilú o algún otro de los del Parque Timbó, metido en el auto y bien estiradito para abajo. ¡QUE NO TE VEN, COÑOOO! Te lo digo porque sé. Una pizza y un fainá, y un buen vaso de agua después, no sabés lo que reditúan. Así, llenita, es una víbora. Probá, haceme el favor. No te cambia la vida una a caballo.
Pero no, es mucho pedir. Nunca entenderán, ni aún si se impartieran cursos intensivos en Pitman. No son seres humanos. Sí, es cierto, los señoritos ancilares son subhumanos, pero me refería a que para ellos las siervas (con perdón) no son humanas. Son otra cosa, parte del mobiliario, y en el sueldito que cobran están incluidos los polvos. Las pobrecitas se ponen a fregar pisos y despalometear calzoncillos con la esperanza de casarse con algún albañil o algún policía, escapando del meretricio que les deparó el destino. Y están ejerciendo, part-time y baratísimo. Difícilmente se darán cuenta por las suyas, pero si aparece el vaguito con la boca llena[i] y campera de cuero y eventualmente rubión que siempre aparece saltan como chinches a Icaro, a integrar el ballet de Rurrú. Si están buenas. Y si no, a Montemaderos.
[i] de dientes