Tomen sus Constituciones, hermanos, por favor. Abranlas ahora en la Sección II. Librito verde, de lomo cuadrado (plano, mejor), bastante más amplia y hermosa que el boletín ensamblado en dos grampas ferruginosas que estudiamos en aquellos lejanos y cómodos días...
Según el libro de cabecera, que, por una vez, desplazamos de la mesita de luz, tenemos derechos. Nosotros, los no políticos, los no funcionarios (huy, perdón), los establecidos, los de cuarta, los ciudadanos de a pie, podemos, según dice, reclamar más cosas que el voto.
Empiezan confiriéndonos el honor, el trabajo (que, sepanlón, está espeshialmente protegido por la ley, y debe ser distribuido imparshial y equitativamente) y la propiedad. Te digo una cosa: con cualquiera de ésos yo ya reclamaría. 1: están pisoteando mi honor con el despilfarro. 2: ¿cuántos son los que quieren trabajar de portero por milky verdolaga? ¿50.000? ¿100.000? Nos da para una banquita en el Senado, mirá vos. 3: lo que me sacan en impuestos injustificados (pido encarecidamente se me informe de la eventual existencia de algún país, en el globo o aledaños, que tenga un IVA igual o mayor que .23) es, indubitablemente, mi propiedad, mi contante y sonante propiedad.
Después, como los cerdos de Orwell, nos hacen saber que somos iguales que todos. Ante la ley, dice. A pesar de que la Carta confiere a la Asamblea General la potestad de interpretarla, oh barbaridad, me voy a permitir interpretaciones, a riesgo de ir en cana por inconstitucional, delitos de lesa nación. Creo que sería injusto, amén de absurdo, no darle un sentido laxo a la palabra ley. Ley: el conjunto de lo que nos rige. Así, ser iguales ante la ley es serlo ante el Estado, esa persona multipersonal, esa Santísima Infinidad que no existe como tal, que necesita de alguna de sus mascaritas para ser. Ese Nosotros que definimos por convención, para poder vivir sin matarnos, es la quintaesencia de la Ley, digo yo.
Entonces, cabasheros, estamos, qué duda cabe, ante una flagrante, continuada y polifacética violación del Texto Magno.
Cacho, vos que trabajás en la contru por cuatro quinientos, jugadazo y muerto de frío en el andamio, no sos para nada igual ante el Estado que el mostro que empalma $ 18.000 por abrir la puerta y llevar papeles y café. Tiene que usar uniforme, ta bien, pero es la única a su favor. Decime la verdad: por $ 13.000 más y la abolición del frío y el riesgo, ¿no te pondrías un conjuntito azul?
Tito, enfermero en el hospital de Melo, me confirmó que se vendría a la capital, sin dudarlo, para ganar 5 veces lo que gana por no trabajar en el Palacio.
Y no se andan con chiquitas a la hora de darnos las debidas garantías. Todo órgano del Estado tiene que respondernos por el daño que nos cause. Y todo ciudadano (ergo también los de cuarta) puede pedir lo que quiera ante cualquiera de las mil caras del ogro filantrópico. Redondito: el BROU, la UTE, el Palacio, que nos devuelvan la platita de todos esos años de exceso de sueldos que hemos pagado sin chistar.
Me permito un pequeño meandro para destacar un par de perlitas de la inconstitucionalidad institucional nacional. Vean ustedes qué sabrosa candidez.
Sin cortapisas ni matices, no señor. Capítulo XX, artículo YY.En ningún caso las cárceles pueden mortificar a los presos. Permitime que me sor-ría. ¿No es inconducente? Esto hace inevitable la inconstitucionalidad. Los presos están siempre mortificados, hermano. Más allá de esa pequeña gracia, lo que sí aparece como rotundamente inaceptable (en los términos de la glorificada Carta) es la sobrepoblación de los institutos de reclusión, moneda corriente, sabido es.
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