La tele está plagada de reality shows. Que tienen todo de shows, claro, y nada de reality. Ya bien lo dijo Schroedinger: el fenómeno no puede ser observado sin alterarlo. Si el observador altera el devenir de una simple partícula, cuánto más alterará la cámara la interacción entre seres humanos. Personas que, encima, son evidentemente dadas a la exhibición. La televisión verdad es, por definición, mentira. Un equipo que filma a un grupo de primadonnas que saben que los están filmando, que siguen un libreto, y que pueblan al programa con sus tics y sus lugares comunes.
La televisión verdad se ha hecho con la televisión.
Desde los invencibles policías, hasta los incansables médicos, pasando por las
hermosas modelos, los acaudalados inversores y los espléndidos sobrevivientes.
La ficción ha cedido el espacio a la hiperficción. El llamado chivo, la publicidad dentro del
programa, se ha fagocitado al programa. El edificio transformándose en andamio,
y nosotros mirando, inmóviles por el asombro.
El televidente consume el mensaje predigerido. Se le indica clarito clarito lo que debe creer, admirar, buscar. No hay espacio para la razón. No hay distancia entre programa e idea. No hay más disimulo. Quién me iba a decir a mí que algún día iba a echarlo en falta.
Hasta ahora me callé la boca, pero esto ha pasado
de castaño oscuro. El pináculo de la televisión verdad: un hombre joven y gordo
asesinado lentamente por su madre, con su canción de pan, mostaza y helados. Tiene
algunas décadas ya, pero seguro que recuerdan aquella película con Nicholas
Cage, ya de peluquín, siguiendo el rastro de un snuff: la documentación fehaciente del momento en que un ser humano
es efectiva y físicamente llevado a la muerte, por uno o varios de sus
congéneres. Por supuesto, el snuff se
presenta como la encarnación del mal. Como la expresión física de lo más feo, inhumano,
injusto y deplorable. El muchachito, en su desazón, se acomoda la parruqueta y pregunta:
“Por qué hizo eso?”. Y la respuesta, profunda y ambigua como debe ser, se
limita a “Porque podía”. Todos nos vamos a casa apesadumbrados de que exista el
mal, y contentos de que no nos toque.
Para nuestro pesar, el mal extremo requiere de
anonimato. Si se puede identificar, ya perdió mucha cafeína. La verdadera
fuerza de la caracterización del mal hecha en 8 Milímetros está en que el señor que encarga el asesinato y su
filmación es un encumbrado filántropo. Pero el mal en sí mismo se desarrolla en
lugares sórdidos y apartados, en escenarios típicos del mal, y separados de
nosotros, los buenos. El mal está en su corral. Los buenos con los buenos, los
malos con los malos.
Qué utilidad tiene para el diablo circular enorme, rojo, de larga cola en punta, oliendo a azufre y con el pincho? Si quiere ser efectivo,
el diablo se mezcla con los buenos, y del todo. No te deja pistas, como en las
películas. Se esconde por completo. Se dedica al reality show.
En principio parecería una empresa rayana en lo imposible. Tomar
un ser humano ya sobredimensionado, de unos 150 quilos, y triplicarle con
creces el peso. Incorporar al sistema corporal de una persona 350 quilos. A
priori, no resulta imaginable. Si no hubiera como hay, asombrosamente, personas
de 500 quilos, me da por pensar que tal dimensión en un miembro de nuestra
especie no sería siquiera imaginable. Pensémoslo con otros animales. Pensemos
en un gato doméstico, que pesara 200 quilos. No. De ninguna manera.
Seguramente la señora ató cabos, más o menos conscientemente. El hijo ya pesaba 160 quilos, y el mexicano aquél ya había hecho furor con su cama camioneta y sus bailes colgado de los barrotes superiores. Un cortito paseo por Google pudo perfectamente ponerla en el camino de la clínica de Nardjian, o viceversa.
CONTINUARÁ