jueves, 22 de diciembre de 2011

Sin abogado nada

Lamento no ser abogado. Más lamento, debo reconocer, no ser matemático, ni músico, ni tenista, pero eso poco tiene que ver acá. Y mi aspiración de tinterillo no se debe a que añore su muy particular cosmología, ni su estilo. Lo que tienen los abogados y no tenemos nosotros es la facultad de querellar. Los no abogados podemos ser mayores de edad, ciudadanos naturales, capaces, probadamente inteligentes, cultos y educados, pero no podemos llevar a cabo acciones legales por nuestra cuenta.

Otra discriminación, mirá vos. No podemos prescindir del abogado, y tampoco del voto.
Una graciosa manera de transformar derechos en deberes, caballos en camellos.
Tratando de mirar un poquito más adentro, como tantas veces aparece aquel viejo paternalismo pretencioso y moralizante. Ese Estado que procura sustituirnos por nuestro bien. Esa tendencia a la protección no solicitada, que surgió porque alguna vez fuimos ricos. Esa es nuestra cruz, parece. Haber sido ricos. Más habría valido no tener aquel flujo indiscriminado de divisas que tanto nos desnorteó. No es tan raro, el síndrome. Quién no sabe de alguien que recibió una pequeña herencia, puso con ella un negocio, le dieron una chequera con diferidos y, cual mono con navaja, se enterró por el resto de la cosecha. Llevándose unos cuantos de arrastro.

Tampoco seamos hipercríticos. Nadie niega que tiene sentido la participación preceptiva del abogado defensor (deberían, igualmente, darle a uno la chance de defenderse a sí mismo, si así lo decide). Pero exigir un abogado actor, parece más un obstáculo que una garantía. Fijate vos. Mi voluntad está. Con aliados o sin ellos, estoy plenamente convencido de iniciar una batalla legal en defensa de mis derechos por los impuestos que pago. Pero no alcanza con eso. Tengo que conseguir la anuencia de algún abogado. No sólo tengo que pagarle, sino que tiene que estar de acuerdo. La empresa que propongo tiene riesgos. Si bien formalmente el que los corre es el abajo firmante, el profesional actuante expone su prestigio, su nombre, sus vínculos. Hablo con uno, y me dice que no. Hablo con otro, y se niega. Contacto a otra, y me trata de delirante, con una sonrisita de perdonavidas. Visito la “Defensoría de Oficio”.

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